Fernando García escribió "Di Tella. Historia íntima de un fenómeno cultural" y aquí nos cuenta cómo. 

&ldquo;Hace m&aacute;s de un a&ntilde;o que est&aacute;s viniendo ac&aacute;&rdquo;, me sorprendi&oacute; una tarde de la primavera de 2019 Paola, la encargada del archivo del <a href="https://itdt.edu/">Instituto Torcuato Di Tella</a> subsumido en la Biblioteca de la Universidad que conserva el nombre de la familia en un antiguo edificio estatal frente a la cancha de River. Entrar en el archivo Di Tella fue una de las primeras decisiones cuando acept&eacute; el encargo de <a href="https://planetadelibrosargentina.mercadoshops.com.ar/?gclid=Cj0KCQjwzYGGBhCTARIsAHdMTQxTIsUwYoVFPmipt7b1oicNvECGeu3t8Y2p2ltqx85G-Nz9YSDFmOkaAjTtEALw_wcB">editorial Planeta</a> para contar una historia que cre&iacute;a conocer y que, a medida que descend&iacute;a o me hund&iacute;a en ese laberinto de documentos, sent&iacute;a que hab&iacute;a conocido muy poco y que merec&iacute;a volver a contarse. El asunto era c&oacute;mo. Ahora que el libro de 720 p&aacute;ginas se recorta contundente en el vac&iacute;o que hay entre los objetos en la misma mesa en la que escribo, tengo que repasar escenas como esta para recordarme a m&iacute; mismo que hubo un tiempo en el que a cada descubrimiento le suced&iacute;a una id&eacute;ntica dosis de angustia. La multiplicidad de caminos repet&iacute;a el v&eacute;rtigo laber&iacute;ntico de La Menesunda&nbsp;y cada vez que cre&iacute;a que hab&iacute;a encontrado la llave para abrir el relato volv&iacute;a a quedar atrapado discando un n&uacute;mero que no abr&iacute;a ninguna puerta&hellip;&nbsp;

Entonces ah&iacute; estuve en la primera cita despu&eacute;s de estudiar un complejo Excel en el que se detallaban las cajas por cada uno de los centros de arte del Di Tella y sus subdivisiones espej&aacute;ndose al infinito como en un pasillo borgeano. Eleg&iacute; empezar por los cat&aacute;logos que llevaban la impronta de un dise&ntilde;o tipogr&aacute;fico &uacute;nico, desarrollado por Juan Carlos Dist&eacute;fano y su equipo. Me dieron unos guantes de l&aacute;tex para manipularlos y as&iacute; pas&eacute; mi primer jornada de 11 a 17 horas en el archivo (con el tiempo me volver&iacute;a una suerte de parasite, pensando en la pel&iacute;cula de Bong Joon Ho, que habitaba la Universidad sin ser ni estudiante ni profesor). La contemplaci&oacute;n extasiada de los cat&aacute;logos, su contemporaneidad capaz de dar se&ntilde;ales de &eacute;poca pero tambi&eacute;n de proyectar el mito del Di Tella hasta el preciso momento en que los escudri&ntilde;aba, fue el comienzo de mi vida como arque&oacute;logo pop, una disciplina poco ortodoxa que se estaba definiendo en ese descenso a la historia. Viajaba en el bus ditelliano confundido entre los estudiantes para despu&eacute;s bajar las escaleras y perderme en el tiempo tratando de darle sentido a todo esa papeler&iacute;o, que en un alto porcentaje sigue sin ser digitalizado. Nunca se sab&iacute;a lo que pod&iacute;a aparecer: una tarde fue una carta de Yayoi Kusama dirigida a Jorge Romero Brest, el mandar&iacute;n modernista que se mostraba con una mujer m&aacute;s joven llamada Martita, que luc&iacute;a como una versi&oacute;n glamorosa de Moe Tucker, la baterista de Velvet Underground. Kusama, queda claro, mandaba en el 67 una carta desde Nueva York a Buenos Aires pidiendo fecha para mostrar en el Di Tella. Jam&aacute;s sospech&eacute; algo as&iacute; cuando visit&eacute; su muestra en el Malba en 2013 (&iexcl;47 a&ntilde;os a doppo!). Una parte de ese archivo se fue mudando al m&iacute;o, v&iacute;a los env&iacute;os que hac&iacute;a Paola o en el complejo proceso de sacar fotos con el smartphone, subirlas a la nube y bajarlas, clasificarlas. Restos, alfarer&iacute;a de una civilizaci&oacute;n paralela dentro de esos a&ntilde;os 60 argentinos. Un d&iacute;a apareci&oacute; el nombre para todo este material que daba testimonio de una forma de vida reciente que se hab&iacute;a abierto paso en una ciudad hostil, gobernada por un r&eacute;gimen todav&iacute;a peor. La civilizaci&oacute;n que el arque&oacute;logo pop estudiaba se llamar&iacute;a Floridan&oacute;polis. &iquest;Existi&oacute; Floridan&oacute;polis? S&iacute; y no. No hay una cartograf&iacute;a oficial pero son puntos imaginarios unidos por la investigaci&oacute;n: con el Di Tella y el Bar Moderno en el centro y en el extrarradio el taller de Melo donde ensayaban Arias y Maril&uacute; Marini; el Hotel Melanc&oacute;lico; La Casa de Las Brujas&hellip;Un mapa que hab&iacute;a de dibujar o redescubrir bajo el polvo del tiempo.&nbsp;

Algunos meses despu&eacute;s empec&eacute; a escribir. Era febrero de 2019 y ven&iacute;a de obtener un objeto preciado: un libro inconseguible sobre la muestra de Julio Le Parc en 1967 donde se volcaban las opiniones del p&uacute;blico (&ldquo;Aprete un bot&oacute;n y haga arte&rdquo;). Nac&iacute; un mes despu&eacute;s de que esa muestra, la m&aacute;s visitada en la historia del ITDT, cerrara. Abr&iacute; la computadora en la que sonaba siempre Glen Miller o Benny Goodman para empezar a volcar sin br&uacute;jula (like a rolling stone) todo ese tiempo de archivo y entrevistas. El jazz tradicional v&iacute;a Spotify era para aliviar el dolor de mi padre, testigo mudo de ese comienzo en la cama del sanatorio Mater Dei donde algunos d&iacute;as despu&eacute;s muri&oacute;. Lo dem&aacute;s est&aacute; TODO en el libro.

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